Desde mi sofá contemplo la lenta
agonía del estío. Las tormentas de los últimos días de agosto ahogan muchas
intenciones, por un lado, y limpian atmósferas emocionales por todos los
costados. Ahora estoy en paz, con el único sonido de su voz en mi cabeza.
Visito la pantalla del móvil de vez en cuando para ver si rompe su silencio en
forma de mensaje de texto. La tele permanece apagada. La radio, cosa extraña,
no sintoniza emisoras ni escupe ninguna de esas canciones de desamor, de celo
primaveral, de luchas sin cuartel del quiero contra el puedo, de hazañas
bélicas de corazones intrépidos, de lastimeras decisiones de almas oxidadas, de
otoños infinitos y ocres ni de vientos que mecen árboles y pueblan las aceras
de nostalgia.
Mis rodillas sostienen una novela
abierta de par en par que habla de gente como yo. O de gente como nosotros. Me
gustaría leerte cosas que he subrayado. Como antes, que reseñaba, o memorizaba
y te leía o recitaba de memoria. Posabas alegre cuando te hacía partícipe de
mis descubrimientos literarios, y mecías tu pelo, acariciabas tus labios, y
entornabas la sonrisa escondiendo un suspiro o sosteniendo un abecedario
exclamativo.
Quiero levantarme y llegar hasta
el portátil. Debo intentar escribir un relato. Necesito denunciar una
situación. Voy a olvidarme, por un rato, del resto de mi vida, de esa guerra
abierta y declarada que mantienen mi cabeza y mi corazón. Porque, en
definitiva, siempre salgo perdedor.
Un ruido conocido se cuela desde
la terraza. Me levanto y apoyo los brazos en la baranda fría. Son las diez de
la noche y mi personaje sin techo ni comida busca algo que llevarse a la boca
en el contenedor verde que hay enfrente. Me siento mal en ese momento. Un
sentimiento de culpabilidad que me ha sacudido otras veces cuando no he dejado
una moneda en esa mano suplicante, o cuando no he colaborado en alguna de esas
campañas que combaten esta o aquella enfermedad. Me fijo en él. Es un hombre de
color, de largos brazos y corpulento. Con el cuerpo sostiene la esperanza y con
la mano izquierda sujeta la tapa. A su lado ha ido dejando materiales que ha
rescatado de la basura y que supongo venderá a algún chatarrero, o los
reciclará convirtiéndolos en utensilios para su hogar, en caso de tener un
techo y una familia.
Estoy a punto de volver a ti, que
has quedado enquistada en algún punto de mi memoria. Quiero bailar un tango con
las palabras en la pantalla de mi ordenador, de darle contenido a estos folios
apantallados que fluctúan tu nombre mientras mis dedos rezan tu recuerdo. Estoy
a punto de regresar a ti, digo, cuando escucho gritos que llegan de la calle.
El camión de la basura está aparcado junto a los contenedores. Las luces de
posición destellan en la oscuridad. El empleado municipal ha requisado la
mercancía de mi negro. Ahora; un hombre negro y otro oscuro se enfrentan a
voces con la dignidad como testigo. La sirena del camión alumbra unos brazos
enormes y tatuados, un cuello de Goliat y una cabeza rapada que no augura nada
bueno. En ese momento pienso que tampoco bajaré a interceder, que la lírica
heroica no pasa por su mejor momento. Claro que nada pasa por su mejor momento.
Además, nunca me ciñó la capa de súper héroe, huí de los valientes que dan la
cara para que se la partan y me atavié el diálogo para evitar el suicidio
colectivo de más de una razón, todo con dispares resultados. Seguro que mi
negro encuentra otro sitio y otras basuras. Tengo la certeza de que otro día la
suerte besará sus mejillas. Si la sangre no llega al río, y decido mantener la
mía en cuarentena, no intercederé en una batalla estúpida. Uno no entrará en
razón y el otro no abandonará las razones que le han llevado a buscarse la vida
entre residuos.
Entro. En la chaqueta que cuelga
de la silla encuentro cuatro euros con los que sobornar mi conciencia. Buenos
son para mitigar su dolor. Vuelvo a mi atalaya y veo al hombre derrotado
sentado en la acera, cogiéndose con la punta de los dedos la zapatilla y el
codo derecho apoyado en la rodilla. Parece meditar, parece que le cueste irse,
quizá esté consultando la hoja de ruta, quizá dé las gracias a su Dios por
permitirle mantener la vieja bicicleta. Cuando estoy a punto de llamar su
atención y pedirle que espere, que bajo a darle algo de ayuda, el camión vuelve
a enfilar la calle y se detiene a su lado. El gigante calvo desciende del
vehículo. Me temo lo peor. Cuando hago acopio de los arrestos que otras veces
me han faltado, cuando la capa cubre mis espaldas, me asomo a ver cómo pinta el
panorama y gritarle al villano que deponga su vil actitud. Pero lo que
contemplo es a ese malo de película buena, en cuclillas frente al otro. Le dice
que de esto ni una palabra a nadie, menos a sus jefes. Le pregunta qué tiene
para transportar las cosas y le contesta, entre susurros, mostrándole la
destartalada bici con dos contenedores a cada lado y otro encima, en lo que
debería ser el asiento de un invitado a pasear.
Sube en la caja del camión y
empieza a volcar todo lo requisado más alguna cosa extra que suena metálica
cuando golpea contra el suelo.
Cuando cada uno ha recuperado lo
suyo: la bondad por un lado y saciada la necesidad del otro; vuelve al volante.
Estoy a punto de abandonar la escena, sano y salvo y feliz, de escribirte, de
escucharte o sentirnos en alguna canción cuando escucho la voz del camionero.
Baja el cristal de
la ventana y asoma la cabeza. Extiende el brazo y le dice:
- Y de esto procura que no se entere mi mujer: Toma,
espero que te guste el atún con tomate. Y le alarga su bocadillo.
El uno vuelve a circular. El otro
vuelve a sonreír de nuevo. Y yo regreso a mi noche sin contemplaciones.
Enciendo la pantalla del ordenador cuando un tren de mercancías atraviesa la ciudad...