Son las doce de la noche. En este
hospital público las enfermeras, auxiliares y demás personal nocturno recorren
los pasillos a esa hora punta en la que la esperanza y el dolor se baten en
duelo. Entran y salen, acuden y socorren, atienden y curan, actúan y mitigan,
ofrecen soluciones y recogen quedos agradecimientos. Son garantes de la salud
que posan sus manos sobre otras mendicantes de atención primaria. Dulcifican el
sueño y apaciguan la espera allanando el camino que conduce a un despertar sin
desequilibrios, al destierro definitivo de la dolencia. A un amanecer sin
quebrantos.
Son las doce y veintiún minutos
de la noche. Me encuentro en esta sala de espera de un hospital público y
recortado, menguado por obra y desgracia de la burocracia política que insiste
en echar a perder este país. Contemplo cómo unas enfermeras responden a una
señal sonora y luminosa en un panel de mando. Otras contestan al sollozo
ascendente de un neonato. Reinician el recorrido empujando un carrito coronado
por un portátil de marca HP, aunque el protagonismo se lo lleva uno de esos
bolis de cuatro colores de los de toda la vida. Podría buscar en internet (aquí
aún no han recortado en tecnología y gracias a la gratuidad del wifi, pacientes
y familiares pueden estar conectados y en línea) el nombre técnico del carrito.
Pero lo defino así, como el de las medicinas paliativas, el de los elementos
que toman la tensión, el de los termómetros que miden calenturas, el de los
apósitos que curan a tiempo despropósitos y contratiempos. Ellas hablan entre
sí tejiendo una complicidad de la que soy testigo ocular y auditivo. Una empuja
o tira, según la ubicación de la habitación. La otra, siguiendo instrucciones,
inserta una aguja en alguna solución de suero o analgésico. Una es enfermera,
la más joven lo será pronto si quiere o seguirá siendo lo que es, que también
es vocacional y que ayuda a curar las posibilidades y sus infectos. Es la
auxiliar, o enfermera en prácticas, la que consigue cauterizar el llanto
nocturno de ese niño que ahora resta silencioso, sujeto a un sueño que nunca
recordará o asido a un pezón alimentador que siempre soñará.
Estoy a punto de volver a hacer
uso de la red wifi para verificar si cauterizar un llanto está bien o es
demasiado duro. Pero asumo que los llantos son heridas de un alma desquiciada,
de un corazón roto o de un cuerpo maltrecho. Y decido dejar cauterizado ese
llanto.
Son las doce y media de la noche.
Las enfermeras concluyen la ronda. Regresan sonrientes a la garita nodriza, a
esa zona acristalada que es suya y de nadie más. Ahora son cuatro compañeras.
Como se respira silencio y se disfruta de una tregua frágil, deciden asaltar el
piso superior de una caja de galletas que algún o alguna paciente, agradecidos
y curados, han dejado a modo de gratificación. Dos pisos dulces como tributo al
trabajo y al cariño irradiado. Una ofrenda a las portadoras del carro que surca
las dependencias del hospital deteniéndose ante una herida, una inconformidad,
un llanto quebrado o un suplicio suspensivo.
Son las doce y cuarenta minutos
de esta noche ambulatoria. Desde la sala de espera escucho a una enfermera
recomendar a su interlocutora la galleta con forma de corazón. Que está
buenísima, dice. Que eso es que tú has cenado poco, responde la otra. Vale que
apenas he cenado, pero pruébalas, anda. Y eso último lo suelta mientras rescata
de un bolso oscuro una novela. Añade más información a la escena: manifiesta
que lo dulce es tan tentador como los cuentos encantados de Dickens. Entonces
se sienta en la silla, frente a un plasma que recoge sus informes o algo por el
estilo. Al poco rato toma un sorbo de algo caliente en un vaso de plástico. En
ese momento me observa observarla. Y viene hacia mí y pregunta, desde el quicio
de la puerta, si quiero una galleta. Que están buenísimas. Sobre todo las de
forma de corazón. Le digo que no, que muchas gracias, que estamos a punto de
entrar en el dos mil dieciséis y necesito alimentar más a mis propósitos que a
mí. Sonríe. Y tal como ha venido se va con su uniforme verde moteado de migas,
a proseguir con sus relatos compilados en un volumen mediano y elegante de tapa
dura. Instantes después se zambulle en la lectura.
Cruza los dedos y entorna los
ojos. Suplica una madrugada tranquila. Que el dolor descanse, que los traumas
se disipen, que las pesadillas se tornen dulces sueños. Eso que no lo dice
ella, lo añado yo porque es lo que imagino que andará deseando: un remanso de
paz.
Es la una y diez minutos de la
madrugada. Disfruto de un café de máquina que, por cierto, sabe bien pese a los
recortes que sufre esta sanidad terminal. Claro que cuando se trata de ganar
dinero escanciando bebidas, no existen recortes, rebajas ni caldos a precio de
saldo.
Ya no se oyen ruidos en las
galerías que colindan con esta sala y desembocan en la estancia exclusiva del
personal clínico. Ahí han dejado de comer galletas con forma de corazón. Ahora,
una enfermera y otra en prácticas (en su atuendo lleva bordada una
identificación de la facultad de enfermería de la universidad de Girona) hablan
por lo bajini, comprueban monitores, subrayan con un boli multicolor alguna
cosa, anotan cualquier medida tomada o reseñan algún recordatorio a tener en
cuenta para transmitir al siguiente turno.
La lectora sigue acompañando a
los fantasmas y al viejo avaro y atormentado personaje de Dickens. Intuyo que
se aproxima, por la expresión de su cara, al final de la historia.
Es la una y cuarenta minutos de
la madrugada. Un médico irrumpe en el escenario. Comunica que la cosa está muy
tranquila por urgencias y que viene a desearles unas felices fiestas. La
enfermera y la enfermera en prácticas lo agasajan. Le ofrecen la caja de
galletas. Protesta porque ya no quedan corazones en el primer piso, que son las
más buenas. Se ofrece a ir hasta la máquina a por café a cambio de inaugurar el
segundo nivel. Todos quieren. Observo mi vaso vacío y decido que iré tras él.
Es la una y cincuenta minutos de
la madrugada cuando determino llevar hasta este folio cuadriforme lo que he
observado en las dos últimas horas. Aunque también me apetece leer la novela
que aguarda su momento entre los míos. Porque la escritura me cura y la lectura
me salva. Son las dos figuras, profesionales y sanitarias, que empujan el
carrito con mis aparejos, con mis soluciones, con las tiritas que se adosan a
este corazón mío sin forma de galleta.
Son las dos de la madrugada del
25 de diciembre en este hospitalario cuento de Navidad. Y Jesús acaba de nacer,
sin asistencia clínica, incluso sin la intervención divina ni milagrosa de
mutua alguna.